Es ya lugar común afirmar que la situación de las finanzas públicas es crítica. También lo es aseverar que no existe una bala de plata para la solución, esto es, que no hay una medida que, por sí sola, nos saque del grave problema en que estamos.
Le hemos ya jalado el rabo a la ternera muchas veces y el tiempo para actuar responsablemente, antes que el mercado nos obligue a hacerlo, está acabándose.
El deterioro no apareció de la nada. Llevamos ya muchos años durante los cuales, por diferentes razones, no enfrentamos el problema con la seriedad que lo amerita. Desde finales de la gran recesión de los años 2008 y 2009, el país muestra un déficit fiscal elevado y un endeudamiento público creciente.
El gobierno de la presidenta Chinchilla intentó ponerle freno al deterioro. Su proyecto de reforma fiscal fue aprobado, pero fue prácticamente sepultado en la Sala Constitucional por razones de procedimiento.
Su legado en el campo fiscal fue una propuesta integral discutida a fondo en el país, bajo el liderazgo de su ministro de Hacienda, Edgar Ayales. A finales del 2013, la deuda ascendió al 35,9 % del PIB y el pago de intereses representó un 19,2 % de los ingresos tributarios.
Herencia fatídica. La urgencia fiscal tendió a desaparecer de la discusión nacional durante los primeros años de la administración Solís Rivera. Con una mezcla de ignorancia y arrogancia, el Ejecutivo consideró innecesario el planteamiento de Ayales. Se nos dijo que en dos años el problema se solucionaría gracias a una buena administración de la Hacienda pública.
La solución nunca apareció. En su lugar, dejó de herencia un faltante no registrado, conocido como «el hueco fiscal», una deuda que en diciembre del 2017 representaba ya el 48,4 % de la producción y una percepción de riesgo mucho mayor conforme lo señalaron las calificadoras.
La administración Alvarado Quesada retomó la lucha contra el problema fiscal. Percibiendo la gravedad de la situación, el Ejecutivo y las diferentes fracciones políticas en la Asamblea Legislativa tuvieron la visión de avanzar hacia la aprobación, en diciembre del 2018, de la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, la cual, si bien no solucionaba completamente el problema, planteaba un camino a mediano plazo.
Pese a la reforma, el déficit y la deuda continuaron creciendo como porcentaje del PIB, y llegaron a finales del año pasado al 7 % y al 58,5 %, respectivamente, mientras los intereses absorbían una tercera parte de los ingresos tributarios.
La pandemia tiró por la borda mucho del esfuerzo que empezaba a dar resultados positivos. La recesión económica produjo una fuerte caída de los ingresos fiscales y las acciones adoptadas para mitigar sus efectos causaron un aumento del gasto.
Consecuentemente, el déficit creció significativamente, al grado de estimarse en el orden del 9,5 % del PIB para este año, con un aumento de la deuda que ascendería al 70 % de la producción.
Como se desprende de este recuento, en ausencia de acciones fuertes para incrementar los ingresos y reducir los gastos, la deuda seguirá creciendo en relación con la producción y los intereses demandarán una porción más alta de los ingresos tributarios, condiciones que probablemente originarán deterioros adicionales en la calificación de riesgo. Esta situación, claramente, no es sostenible.
El reto cambió. El tiempo para la discusión y el diálogo no es ilimitado; necesitamos urgentemente planteamientos serios del Poder Ejecutivo, con soluciones eficaces para corregir el problema.
El reto ya no es obtener recursos baratos para financiar el déficit fiscal; el reto es adoptar políticas estructurales que reduzcan el déficit antes del pago de intereses (primario) y, con ello, la necesidad de buscar recursos para financiarlo.
Al ver la convocatoria de sesiones extraordinarias, siento que seguimos en lo mismo. La urgencia no es atacar con mayor fuerza los disparadores del gasto ni corregir la insuficiencia de ingresos, sino buscar financiamiento barato.
Hacen bien los partidos de oposición en anunciar que dejarán de aprobar préstamos si no hay propuestas serias para solucionar los problemas estructurales.
Entiendo que esto conducirá a situaciones de angustia para pagar compromisos, pero peor será la situación cuando, por posponer el ajuste, veamos que se cierran los créditos y nos encontremos obligados a ajustarnos desordenadamente.
La población menor de 45 años no recuerda la crisis financiera de los años ochenta. Pero los que tuvieron que salir del sistema educativo o pasaron a engrosar el grupo de desempleados no pueden olvidarla.
Autor: Francisco de Paula Gutiérrez
Fuente: nacion.com